Al diablo con la meritocracia
¿En qué momento nos creímos que nuestros errores son (solo) nuestros y los éxitos lo son (también) del sistema?
“La meritocracia no existe”. Al fin alguien lo dijo en voz alta durante el prime time televisivo de Amazon. Por fin toda la muchachada aspirante a influencer y consumidora voraz de programas de telerrealidad escuchó una verdad que el capitalismo intenta esconder: tu éxito no depende únicamente de tu esfuerzo.
Fue Samantha Hudson (una persona con un pensamiento tremendamente lúcido que en ocasiones queda camuflado por su estética singular e histriónica) la que se lo dijo, a la cara, a los concursantes de Operación Triunfo cuando los visitó. Justo a ellos, que ni la oyen de tanto ruido como hace el ascensor social en el que creen que están subiendo. Te dejo dos perlas más que les espetó entre broma y broma: “No al que más se esfuerza mejor le salen las cosas” y “paradójicamente, abrazar el fracaso te convierte en una triunfadora, aunque sea una triunfadora en fracasar”. Hay psicólogos que cobran cientos y cientos de euros por decirte esto en su consulta y ayudarte a que salgas con algo menos de frustración por no comerte el mundo con la seguridad y el aplomo que proyectas en tus redes.
Así que, aún a riesgo de sonar redundante, te lo voy a repetir: la meritocracia no existe, es una trampa del capitalismo para que creas que si no logras todo lo que te propones, la única responsable eres tú misma. Nunca es la propia estructura del sistema. Nunca es el contexto socioeconómico. Nunca jamás es el Grande de España que está por encima de sus jornaleros. No, la única responsable eres tú. Manda cojones que sigamos comulgando con estas ruedas de molino. No nos andemos con paños calientes: La meritocracia no existe, la meritocracia son los padres.
En la mayor parte de los casos (¡hola, nepobabies!) el esfuerzo puede jugar un papel clave para alcanzar el éxito. Pero de verdad que hay otros factores relevantes, algunos tan ridículos e incontrolables como estar en el lugar adecuado en el momento preciso, atreverse a dar un salto mortal sin red de seguridad o aventurarse en empresas aparentemente destinadas al fracaso. Eso en el caso de quienes venimos de los códigos postales con las rentas más bajas. Si hubiese una receta mágica y eficaz, Daniel Goleman no hubiera escrito tantos libros para que proyectes lo que quieres. Luego, también puede ayudar tener un apellido con solera, dinero en el banco que te permita eternizarte en prácticas no remuneradas, una red de contactos más larga que itsy bitsy araña o (especialmente si eres mujer) unas grandes tragaderas para hacer oídos sordos a comentarios desafortunados. Detallitos.
Como ya estoy metida en harina, diré algo que Samantha Hudson se dejó en el tintero, quizá porque estaba en un programa que lleva triunfo en el nombre: tampoco es necesario triunfar. No nos gusta leer esto (a mí la primera), porque muchas hemos invertido media vida laboral en la búsqueda del ansiado éxito. Pero es la verdad. Muchísima gente en este país lleva existencias de lo mas sencillas, sin hacer ruido, sin grandes éxitos ni enormes fracasos Y NO PASA NADA. Te aseguro que no vive mejor la CEO de una empresa del IBEX 35 que mi prima de Burela, porque la felicidad no depende del éxito ni del fracaso, sino de querer a quienes te rodean, no ser especialmente odiado y encontrar placer en las pequeñas cosas. La felicidad no es tener un ático en la Gran Vía, sino que cuando abras su puerta haya alguien esperándote con ganas de darte un abrazo. La felicidad no es tener muchísimos colegas que te feliciten cuando la fama te embriague, sino contar con un núcleo duro con el que enfrentarse los rigores del invierno. Porque (ya lo dijo la más grande) el invierno llega, aunque no quieras. Algunos triunfitos, lamentablemente, entenderán esto the hard way.
En el armario cosmético de… Beatriz Serrano.
¿Existe una razón por la que piense en meritocracia y me venga a la cabeza el nombre de Bettina Serrano? La verdad, no consigo encontrar un argumento muy sólido, reconozco que la auténtica razón es que se queja de TODO en Arsénico Caviar, el podcast que comparte con Guillermo Alonso, con el que se han llevado a casa su primer premio Ondas. Me deleito imaginándolos rajar durante una hora rajando sobre la meritocracia (oh, wait!). Beatriz, a quien conozco y admiro desde hace años (aunque nunca llegamos a trabajar juntas, por mucho que yo no pierda la esperanza, porque la vida profesional es muy larga y nosotras puro proletariado) también viene de publicar su primera novela, El descontento con Temas de Hoy. Y todos estos éxitos profesionales no me hacen sino preguntarme si ahora será más rica y más feliz. Sobre todo, espero que sea lo segundo.
Háblame de tus hábitos cosméticos y los productos que usas. Hace unos años me obsesioné por encontrar mi olor. Mi padre tiene, desde hace años, un olor característico, Egoïste de Chanel. Mi madre, aunque en perfumería comete algunos deslices e infidelidades (ahora le ha dado por Loewe), es muy fiel al sencillísimo y perfecto Eau de Rochas, y mi pareja huele a CK One de Calvin Klein. Me encanta cuando voy por la calle y alguien me tumba con un recuerdo familiar al pasar por mi lado, así que me propuse tumbar a los míos con oleadas de un perfume particular. Después de meses de búsqueda, y de prueba y error, me convertí en una chica L'Eau de Chanel Nº5. Y cuento todo esto porque, salvo por este detalle, en cosmética soy desleal por naturaleza.
Para el rostro he reducido mi rutina a la mínima expresión: agua micelar si necesito quitarme maquillaje, un tónico, un sérum y una buena hidratante. En estos momentos, estoy utilizando White Tea de Elizabeth Arden, que más que una crema, tiene una textura similar al caviar, con pequeñas bolitas que explotan en tus dedos. Mi anterior crema fue Gorgeous de Lush, que, según cuentan, era la que utilizaba la mismísima Lady Di. Y, entre todas ellas, hay una marca a la que siempre vuelvo, porque me encanta: Pai, que está especializada en pieles sensibles (guilty) y me ayuda con la rosácea. Su bruma calmante es una maravilla.
Para el cuerpo, ahora estoy obsesionada con la crema Sleepy, también de Lush, que huele a lavanda.
En cuanto a maquillaje, suelo seguir esa vieja máxima de que menos es más: adoro a esas chicas que son capaces de crear auténticas obras de arte en sus rostros, pero hace tiempo que acepté que, además de una vaga profesional, no tengo demasiado talento con la brocha, así que decidí apuntarme a un look sencillo: base ligera, algo de rouge en los pómulos, un buen eyeliner y pestañas tipo Hollywood. Para esto, me parece una fantasía las pestañas que te deja la máscara Lash Clash de YSL.
En general, invierto mucho más en el cuidado que en el artificio.
¿Hay algún producto por el que te pelearías en el aeropuerto para que te lo dejaran pasar si pusieran pegas en el control de equipaje? No, porque no tengo espíritu de Karen.
¿El mayor hype que has probado que resultó ser un bluf? En general, cuando era más joven, tenía diagnosticado un mal común, conocido como la marquitis. Pensaba que si un producto era de X marca, significaba que era bueno. O que si algo me costaba X, es que era una maravilla, el ungüento mágico que eliminaría de un plumazo todas mis imperfecciones. Aquejada de este mal, caí en la compra impulsiva de algunos productos de belleza de marcas de moda muy conocidas, llevándome grandes decepciones: en general, las cremas de marcas como Chanel, por ponerte un ejemplo, suelen ser decepcionantes. Ahora me fijo más en los ingredientes, y en si esos ingredientes valen de verdad lo que cuesta un producto, o si ese precio viene inflado por un nombre conocidísimo en la industria.
¿Qué opinas de la meritocracia en relación con la salud mental y la autoestima? Considero que la meritocracia es un mito. No dudo que una persona pueda desarrollarse profesionalmente a través de su propia valía y méritos y que estos factores influyen y determinan en parte en la consecución de nuestros objetivos, pero no puedo sacar de la ecuación factores tan determinantes también como su posición económica o social, que no solo favorece que alguien haya podido asistir a las mejores escuelas o universidades sin preocuparse por sacar algo de dinero extra haciendo de canguro o poniendo copas los fines de semana, sino que también le habrá garantizado cierto capital cultural y una serie de contactos en el momento en el que sales al mundo laboral, además de haber podido permitirse aceptar becas no remuneradas o empleos muy mal pagados al inicio de su vida profesional para engrosar su currículum, por ejemplo.
Hace unos años, leí sobre un ensayo en el que habían preguntado a una serie de personas de distintas clases sociales qué consideraban que era necesario para triunfar en la vida: las personas de clase obrera decían que los estudios, las personas de clase media decían que los contactos, y las personas de clases alta decían que el talento. Este me parece el quid de la cuestión: si tienes todo lo demás, para destacar tan solo necesitarás una pizca de talento. Si no, tendrás que esforzarte un poco más.
Por lo tanto, creo que alguien puede esforzarse muchísimo y no conseguir nada de lo que se ha propuesto. Y alguien, por el contrario, puede esforzarse muy poco y conseguirlo. Pensar que solo nuestro propio esfuerzo nos garantizará el éxito es lo que puede traernos esos quebraderos de cabeza. Y el problema de vivir en sociedades cada vez más individualistas, es que eliminan todos estos factores antes mencionados de la ecuación, y ponen todo el peso en el individuo, en que no se ha esforzado lo suficiente o no tiene tanto talento.
Dime algo que no te guste de la industria cosmética. No me gusta recibir órdenes ni seguir toda una serie de reglas por imposición, y, por lo tanto, no me gusta que un ritual que puede ser disfrutable se tenga que convertir en una obligación. No me gusta que ese mandato venga impulsado por el miedo que sentimos las mujeres a dejar de resultar deseadas, siendo este deseo fruto de los cánones imperantes en nuestra sociedad (juventud, delgadez, brillo). Detesto la hipocresía: tener que utilizar cinco o seis productos para conseguir un "efecto cara lavada" me parece el culmen de la estupidez humana. Hay una fórmula mágica para conseguir ese efecto: lavarte la cara y ponerte una buena hidratante. Voilà! Y me molesta mucho todo esto porque creo que cuidarse no tiene nada de frívolo, al contrario, es un síntoma de salud, como puede ser el acto de comer sano o de ir a sudar al gimnasio. Encuentro cierta paz en esa rutina nocturna en la que me desembarazo de la máscara del día y me encuentro frente a frente con mi reflejo en el espejo del cuarto de baño: prepararte para la noche, en ese ratito de intimidad, que bien puede ser el único momento para una misma que muchas mujeres tienen a lo largo del día. Y es ese el momento en el que nos podemos permitir la imperfección, sin fingimientos, cuando nadie más está mirando.
Me ha encantado la reflexión de hoy 👏🏻👏🏻
Así me gusta: abriendo melones. Brava