Pequeños detalles con importancia
Una newsletter un poco fetichista y para nada especial sobre mi imperio romano: el cuarto de baño.
Lo mejor de la cosmética no se paga con dinero. Igual es una frase un poco grandilocuente para esta newsletter, pero la confesión es sincera: a veces entro en mi baño (donde, por otra parte, en cuestión de productos no tiene nada que envidiarle a los de las Ambani, las Hadid o las Kardashian) y me sacan una sonrisa algunos detalles que no tienen nada que ver con el precio, el lujo o la pureza de los ingredientes.
Te pongo un ejemplo, para que entiendas por dónde voy: en el lavabo tenemos una deliciosa pastilla de jabón que reposa en su jabonero (también hay gel, por si algún visitante despistado prefiere la neolimpieza), y nada me gusta más que observar esas cuatro o cinco pompitas que se quedan en su lomo, húmedo y ejercitado después de la muy digna tarea de limpiar las manos. Es un detalle tan pequeño, tan cotidiano, tan anodino… y tan absolutamente cargado de belleza…
Cuando tienes niños, el cuarto de baño se convierte en un campo de diversión. Que si unos patos que nadan en la bañera, que si un barco pirata con su capitán que les van a la zaga, que si un reductor con escaleras para el váter, que si un lavabo adaptado para fomentar su autonomía… Y aún así, hemos logrado encontrar puntos de encuentro entre generaciones, momentos silenciosos para rituales adultos y un refugio blindado para cuando el mundo exterior entra en ebullición.
Además de las minipompas, me encanta detenerme a contemplar el skyline de la repisa de la ducha. Nunca jamás verás en ella un bote de gel de baño de litro o de marca blanca, y de las firmas más populares solo he permitido la entrada del 3 minute miracle de Pantene, porque la magia que logra en mi melena compensa el desequilibrio estético que su envase provoca. Llámame esnob, pero la organización y eficacia de los productos expuestos en la balda que, acaso por altura, aún no ha sido conquistada por las necesidades y caprichos de un toddler, me la tomo en serio hasta el punto de combinar limpiadoras, champús y geles con figuras de porcelana de Sargadelos.
Tengo siempre una vela a punto de ser encendida, un cojincito para cuando (en invierno) me doy baños con bombas aromáticas o aceites esenciales, un revistero con coffee table books de felinos salvajes cuyas páginas me sé de memoria, discos desmaquillantes de algodón reutilizables, mascarillas faciales para esta y la siguiente vida, toallas de manos individuales y varias figuritas de gatos desperdigadas por diferentes zonas. Sin ser gran cosa, mi cuarto de baño es mi auténtico imperio romano. Me gusta todo de él porque, en realidad, lo que más me gusta de él es quién soy y lo mucho que disfruto cuando entro. Imagino que, salvando las distancias, a mi hijo ha empezado a pasarle algo parecido.
Aprovecho para dar una cálida bienvenida a las nuevas suscriptoras, que han llegado después de escucharme con Lorena Bembibre en su sección veraniega en las nubes, del programa Un alto en el camino, presentado por Susana Pedreira en Onda Cero. Gracias a ambas por el divertido rato en antena.
En el armario cosmético de… Marta D. Riezu
Cuando el otro día vi que Marta D. Riezu estaba “haciendo el indio” con su cosmética en Instagram, pensé: ¿pero cómo demonios no se me había ocurrido invitar a esta mente preclara, esta inversora en elegancia, esta nariz exquisita, a que compartiese en Pretty In, Pretty Out, sus rutinas? Dicho y hecho. Agradezco infinito que haya acudido rauda, veloz y con una diligencia que me hace saltar las lágrimas a la llamada de la selva.
Me parece bastante curioso que, para lo mucho que me fío del criterio de Marta (si no has leído su Agua y jabón, te envidio porque aún estás a tiempo de descubrirlo; si no has leído La moda justa, no sabes nada del cambio drástico que necesita la industria), nunca hayamos coincidido en persona. Me parece curioso y me da rabia, porque estoy bastante convencida de que nuestro click sería instantáneo. Al final, ambas somos bastante fans de cosas tan aleatorias como el servicio postal (sigo conservando aquella carta que me envió en un momento único en mi vida) y esas filias singulares, como el brillo de los ojos de Lola Flores, no se operan.
Háblame de tus rutinas cosméticas… No tengo término medio; soy tremendamente exigente para unas cosas y troglodita para otras. Como la belleza requiere tanto esfuerzo, tiempo y dinero creo que hay que escoger como mucho uno o dos frentes. Mis dos prioridades son el rostro y la agilidad. Para lo primero he usado siempre cremas, desde los quince años. Primero solo hidratantes, luego específicas. Cuando empecé tan joven me tenían por chalada; hoy cualquier adolescente puede darte una charla TED sobre retinoles, oligopéptidos y niacinamidas. Todo el mundo tiene un máster en química. Me parece un rollo macabeo, no me interesa nada, me echo en la cara a ojo lo que me parece; un día me levantaré como el hombre elefante, pero me da igual. Cualquier cosa antes que memorizar todo ese aburrimiento.
Si bien es cierto que caro no siempre equivale a efectivo, lo barato casi siempre me ha decepcionado. Lo siento, es así. Hay excepciones, pero cuando pruebas un producto de calidad estás listo. No tengo muchos dones, pero soy leal —en la ropa, los trabajos, las relaciones— y si una marca me gusta le doy un espacio privilegiado en mi vida, le tomo un afecto tremendo. Me gusta casi todo de Tata Harper, Augustinus Bader, Sturm, Le Prunier, Sepai, The Beauty of Caring y Twelve, que compro en JC Apotecari. También chafardeo en Niche Beauty, la parafarmacia de El Corte Inglés, Laconicum, La Galeria de Santa María, Regia, Hunky Dory, Abanuc…
Al cuerpo y al pelo no le hago ni caso. He visto que dependen mucho más de la alimentación, hormonas y sueño que de la cosmética. Las uñas me gustan cortas y limpias, de cocinera mormona. Me lavo el pelo con un Timotei de dos litros, sin mascarilla ni acondicionador porque el agua de Barcelona es nefasta, llena de cal y no vale la pena esforzarse. No tengo canas aún. No he usado nunca hidratante corporal. Sí me preocupa estar en forma, tener músculo y estar ágil. En mejores tiempos hice mucho yoga, natación y esgrima. Estaba buenorra. Luego perdí a mis padres y fue como si apagaran la luz. Estoy intentando mejorar. En general, recelo de dedicar mucha atención a lo físico, me parece mala señal. Del cuidado a la obsesión se nos va de las manos enseguida.
En perfumes no me dejes enrollarme, porque si empiezo no acabo. Me chifla y me arruina. Mis dioses son Lutens, Ellena y Malle. Todo lo que hagan y editen me interesa. Lyn Harris y Nuria Cruelles tienen muchísimo ojo también, y buen gusto. Las colonias baratas de súper me caen maravillosamente bien, me parecen muy sexies. Nariz es mi vocación frustrada. Creo que tengo buen olfato. Mi récord es, durante la pandemia y con una Ffp2 puesta, detectar en el recibidor del edificio la vela de chai que la amiga a la que iba a ver —que vive en un séptimo— tenía encendida en su habitación (con la puerta cerrada).
En cuanto a medicina estética: nada, soy la ruina de las clínicas. A mis 45 años solo he ido una vez a hacerme una limpieza facial, y lo de la extracción me pareció tan repugnante que pensé que prefería vivir con los poros fatalmente taponados que pasar por eso de nuevo. Sospecho que la piel, cuanto menos la toques mejor. Mi teoría, algo peregrina y estúpida, es que de los 40 a los 55 años hay que ser testigo estoico de cómo todo se transforma sin remedio. Cuidarnos nos cuidaremos todo lo que podamos, pero la gravedad y la edad están ahí con los brazos abiertos. Si se sabe aguantar el chaparrón —y menudo chaparrón a la moral y al ego—, la recompensa es tener luego un aspecto genuino y muy propio. Estamos siempre con esa cantinela del no juzgar, etc., pero hay una obviedad: el exceso de retoques y operaciones, la fijación por un cierto tipo de físico lleva siempre al desastre, sin excepción. Si lo callamos —en aras de una supuesta libertad y empoderamiento—, nos hacemos un flaco favor.
Producto favoritísimo para llevar a una isla desierta. Nada. Ir a pelo es lo más guay del mundo. Los humanos tenemos más de salvaje que de dandi impoluto. Me gusta ir sin lavar, con pelo de playa; descalza, marrana y morena, como cuando tenía diez años y pasaba tres meses veraniegos a lo Mowgli. Tengo espíritu de El lago azul.
Producto con hype que fue un total bluff. Como trabajo en comunicación y soy consciente de lo que cuesta sacar adelante algo, no diré ninguno; lo que a mí no me sirve a otro le puede ir de perlas. Como anécdota apuntar que en un arrebato telecinquero compré Remescar al pasar una tarde por la farmacia. Me cabreé muchísimo al probarlo. También caí en el hype de StriVectin —ojo, incluso Nora Ephron—, pero eso sí me pareció que tenía su qué.
¿Qué pequeños detalles cosméticos te hacen feliz? Me encanta que una marca sepa mejor que yo lo que quiero, que idee algo completamente innecesario, discreto y finísimo. Me encanta la pijada y lo ultraespecífico: Officine Universelle Buly, Hermès, las brochas japonesas, La Mer, Trudon, Coqui Coqui, la cosmética hecha a medida en Marruecos, las fórmulas de farmacia…
¿Qué es lo que menos te gusta de la industria cosmética? El orden de los factores; el autocuidado debería ser un simple escapismo, un complemento secundario de salud y placer para darnos seguridad y bienestar. Si ponemos el físico por delante del talento estamos vendidos. Perdón por la demagogia, pero una mujer inteligente siempre me va a parecer guapa.
Menudo combo en esta newsletter. Como persona sin olfato a la que le gustan los perfumes saber que se puede oler desde tan lejos solo me d pánico y envidia.
Buenísima News ❤️